La travesía que realizamos en el "Félix Dzerzhinski" a finales de 1938 no fue nada fácil ni para los 300 niños españoles, pasajeros del barco que se dirigía a Leningrado, ni para los marinos. Hasta entonces nadie de los niños habíamos experimentado nada tan duro como es un mareo producido por los interminables balanceos y cabeceos de un buque que navega por un mar tan embravecido como estaba en aquel noviembre gris el Mar del Norte.

Y supongo que los marinos tampoco, hasta entonces, habían desempeñado simultáneamente durante días y noches los difíciles papeles de educadores, enfermeros y camareros que tan bien realizaban en los 2-3 camarotes que les habían asignado a cada uno de ellos.

Por la noche yo lloraba en silencio: a los 13 años todavía se puede llorar, pero como los demás, sin que nadie se entere, sin molestar.

¿Qué recuerdos me venían a la cabeza que tanto me afligían?

... Era, por lo visto, todo lo que me había rodeado hasta entonces, todo lo que más tarde llamaré recuerdos de mi infancia, y que reunía aquello y aquellos que participaron en el primer acto de la historia de mi vida en calidad de decoraciones y pintorescos personajes y de los que, inconscientemente, me despedía para siempre en una alta mar tan extraña e insoportablemente alejada de todo lo querido...

... Era mi simpática y estrechita calle madrileña de San Cosme y Damián del barrio de Lavapiés, en una esquina de la cual, frente a la iglesia de San Lorenzo, nuestros padres alquilaban un piso. Aunque nací en Málaga, los primeros 10 años de mi infancia transcurrieron en Madrid. Parecía que en nuestra casa siempre olía a incienso. El campanario de la iglesia se encontraba a una decena de metros de nuestros balcones y el repiqueteo de sus campanas infundía en nosotros dolor o alegría, inquietud o pretendida tranquilidad. Todo dependía de si nuestros padres estaban con nosotros o se encontraban en alguno de sus largos viajes; de si Don Felipe, el dueño de la tienda de ultramarinos "El sol sale para todos", situada en la planta baja de nuestra casa, nos fiaba o no hasta que el cartero nos trajese la esperada carta de fino sobre en la que nuestra madre - con gran riesgo, pero ahorrando en el coste del giro - nos enviaba un billete (si no recuerdo mal de 25 pesetas) envuelto en papel de plata.

Aquel escrito de "hoy no se fía, mañana sí" que, buscando el misterio de su contenido, leíamos varias veces al día en la tienda de Don Felipe, hizo, por lo visto, su mella en nosotros, y por eso los tres hermanos siempre creímos en nuestro porvenir: "un mañana mejor".

Y es que frecuentemente lo pasábamos bastante apurados.

Mi tía Rubia - hermana de mi madre con quien nos educábamos - llorando, preparaba para las tabernas sardinas en escabeche, sabiendo de antemano que jamás las vendería.

Una vez mi hermano Carlitos y yo, con gorritos de cocinero, intentamos incluso a vender porras "de ayer", que un churrero de la calle de Argumosa nos dio para probar la suerte. No vendimos ni una, aunque llegamos con ellas y con los ojos llenos de lágrimas hasta la misma estación de Atocha...

... Era la escuela de Don Félix en el 1-er piso de nuestra casa, en la que Carlitos y yo estudiábamos, y la escuela de Doña Ramona, en el 2º piso, en la que estudiaba mi hermana Carmen. En la escuela de Don Félix, bajo la dirección de su palmeta, aprendí a cantar de carrerilla las capitales de los principales países europeos y la tabla de multiplicar; a poner en marcha un modelito de la máquina de vapor de Watt, de la que hasta ahora ostento con orgullo la cicatriz de una quemadura; y a dibujar del natural a alguno de sus numerosos conejos que, aunque fuésemos candidatos a recibir un par de palmetazos, tanta alegría nos causaba dejarlo escapar por la clase para que gozase de la libertad antes de ser amarrado al pedestal de su inmortalidad artística como modelo.

Aunque mi tía decía que Don Félix era un carca, Carlitos y yo siempre le llevábamos en una canastilla un regalito para cada Nochebuena: una botella de vino tinto que mi tía sabía que le gustaba, por habérselo preguntado al dueño de la taberna que el maestro carca frecuentaba...

Don Félix con sus alumnos

En la foto, Don Félix con sus alumnos

... Era el odioso sacristán de la iglesia de San Lorenzo que, siempre enrojecido, corría detrás de los niños del barrio con una vara de mimbre en la mano, para azotar nuestras desnudas piernas si nos pillaba subidos a los pinchos de la valla, que escondía el jardín de la iglesia - por el que paseaban los curas - de las miradas ajenas.

El sacristán estaba más frecuentemente en la taberna que en la sacristía, por lo que a mi tía Elvira - cigarrera de esbelta y alta figura que después del trabajo en la fábrica repartía el café en el "Barbieri" y que nos quería a los tres hermanos como a hijos propios - un día que al regresar del trabajo nos pilló llorando a mi hermanito Carlos y a mí, después que el sacristán nos hubiese pegado con la vara por subir a los pinchos, no la costó mucho trabajo localizar al culpable de nuestras lágrimas y - bajo el griterío de los asiduos de la taberna y un "¡Olé, Elvira!" - derramar en su calvicie la botella de vino tinto que el sacristán y sus amigotes tenían en la mesa, llamarle hijo de mala madre y advertirle que, si otra vez volvía a tocarnos, le rompería la botella en su cabeza.

¡Y es que mi tía era una chulapona madrileña de aquel tiempo!

... Era nuestro amable vecino de San Cosme, al que todos conocíamos por el nombre de Don Julio "el socialista". Hasta ahora le veo gritando "¡Viva la República!" en abril de 1931 y organizando una campaña en pro de los niños huérfanos de Asturias en 1934...

... Era mi tío Laureano, preso en la cárcel "Modelo" de Madrid por los acontecimientos de octubre.

¡Qué miedo me daba pasar - cuando íbamos a visitarlo a la cárcel - por aquel pasillo embarrotado que separaba a los presos de los visitantes!

Un día, cuando mi tío Laureano nos presentó a Largo Caballero diciendo "éstos son los hijos de Virgilio", el dirigente socialista alabó a mi padre, y nosotros tres nos sentimos orgullosos.

La imagen de este hombre, pese a las numerosas características negativas de su persona, escritas y pronunciadas en múltiples ocasiones por sus enemigos políticos, ha dejado en mi vida una huella de sincero respeto hacia él. Pueda ser que la causa de ello hayan sido aquellos barrotes de la cárcel que aquel día retuvieron su sonrisa dirigida a los hijos de Virgilio; o su modesta tumba en el cementerio parisino de Pére Lachaise que, pasados muchos años y cumpliendo el deseo de mi padre, visité con mi esposa y mis dos hijos para depositar en ella, en nombre de toda nuestra numerosa familia, un enorme ramo de claveles rojos...

... Era el socialista Enrique de Francisco que en 1936 - nada más regresar de su emigración en la URSS - nos trajo a nuestro piso de San Cosme los tres pañuelos de pioneros soviéticos con hebillas metálicas en las que estaban grabadas las rojas llamas de la figurada hoguera que ardía en los cinco continentes, pañuelos con los que ahora navegábamos hacía Leningrado. Eran un regalo de mi padre, entonces todavía emigrado en la URSS...

... Pero lo que más me afligía por las noches era la incertidumbre respecto al estado de salud de mi pequeño hermanito Carlos, que yacía inmóvil en la cama inferior a la mía y cuyos ojillos no se apartaban todo el santo día de los míos, pareciendo preguntar: "¿cuándo acabará todo esto, Virgilín?". Él siempre tenía mucha confianza en mí.

Hacía ya unos meses que un doctor de Barcelona - donde residimos el último año de nuestra estancia en España - había escayolado el pecho y la espalda de Carlitos, formando así una especie de camisa que resguardaba su espina dorsal de una posible deformación que, al hacer movimientos bruscos, pudiera ser provocada por la debilidad de sus vértebras. Era el resultado de una prolongada mala alimentación.

Mi tía Rubia, al despedirse de nosotros para siempre, nos había dicho llorando a Carmen y a mí: "¡Cuidad de Carlitos, está muy enfermo y puede quedar inválido!"...

De derecha a izquierda, Carlos, Carmen y el autor. Valencia, 1937

En la foto, de derecha a izquierda, Carlos, Carmen y el autor. Valencia, 1937

El canal por el que se dirigió nuestro "Félix Dzerzhinski" navegando hacia Leningrado parecía ser un oasis en medio de aquel mar encabritado. Paramos de vomitar. Armando Viadiú, el mayor de los tres hermanos catalanes que viajaban con nosotros en el mismo camarote, nos dijo que el canal se llamaba de Kiel y cruzaba Alemania.

Efectivamente, los taludes del canal estaban adornados con cruces gamadas. Alrededor todo parecía ser gris: el cielo, el agua, el suelo. Probablemente aquellas odiadas cruces contribuyeron a la formación de la imagen que nos llevábamos del canal de Kiel, al que unas horas antes considerábamos ser un oasis.

Antes de arribar a Leningrado, al acercarnos a la plaza fuerte de Kronstadt, que protege a la ciudad por la parte del Mar Báltico, salieron al encuentro de nuestro barco dos buques de guerra soviéticos, engalanados con gallardetes.

Sonoras bandas de música tocaban desde sus cubiertas alegres marchas: los marinos del Kronstadt saludaban a nuestro heroico pueblo que, muy lejos de allí, proseguía su dura lucha contra el fascismo.

¿Cuántas veces habíamos visto Carlitos y yo en el cine "Goya" de Valencia la película "Los marinos del Kronstadt"? Y siempre esperanzados los dos de que esta vez se salvaría aquel simpático marinero rubio que tan bien tocaba la guitarra, y que fue tan cruelmente ejecutado por los "blancos".

Ahora navegábamos por las mismas aguas que un trágico día se tragaron a nuestro adorado héroe. ¡Parecía increíble!

Aunque hacía mucho frío y había anochecido, la acogida en el puerto de Leningrado fue muy calurosa.

Puesto que nuestra ropa de abrigo todavía no correspondía a la temporada, temiendo que enfermáramos, nos llevaron rápidamente en autobuses a la residencia provisional, donde toda nuestra expedición debería pasar la cuarentena antes de que fuéramos distribuidos entre los numerosos internados especiales, ya habitados por varios miles de niños españoles - en su mayoría vascos y asturianos - que vivían en la URSS desde julio de 1937.

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