Cupido lanza su flecha

Una joven koljosiana, jefa de la brigada que había sembrado aquel campo, distribuyó rápidamente a las estudiantes, manteniendo el principio de dos larguísimos surcos para cada una de ellas.

Terminada la distribución de la parte femenina la jefa se acercó a nosotros y - habiendo comprobado que comprendíamos y hablábamos el ruso y no confundiríamos la "velocidad con el tocino" - también nos distribuyó, señalando a cada representante de la parte masculina los veinte surcos desde los cuales debíamos transportar los sacos de patatas a hombros hasta la carretera.

Cuando la jefa me señaló los surcos por los que yo respondía, me dirigí lentamente hacia el centro de aquel pedazo de tierra, cambiando impresiones con las muchachas para conocer sus nombres, la facultad y curso en los que estudiaban.

Repentinamente una fuerza superior me hizo girar la cabeza a los dos surcos de la izquierda: en ellos una esbelta chica de pelo castaño ondulado - cubierto con un precioso gorro de lana de color carmesí que hacía magnífico juego con su jersey de cuello alto despegable - trabajaba ya a todo tren sin prestar atención alguna a lo que ocurría a su alrededor. Aunque yo la miraba con verdadera admiración ella, tontina, no levantaba la cabeza.

Pero Cupido ya había lanzado la flecha.

Sólo notó mi presencia cuando ya estaba a su lado. Me presenté. "Me llamo Virgilio" - dije.

Ella, con una sonrisa encantadora, contestó:

Mi nombre es Inna. Hasta la fecha no había conocido a nadie que se llame como usted. Me suena como el nombre de Verguilio - seguramente conoce a este príncipe de los poetas latinos... A propósito, además de "La Eneida", escribió "Las Geórgicas", que trata de la agricultura.

Quedé pasmado. Yo no había leído entonces ninguna de las obras de Virgilio y - no estando preparado para preguntar a Inna por qué el nombre de este príncipe y el mío no eran iguales en ruso y español - salí del paso "a la española", diciéndole en broma:

¡Bueno Inna! Puede estar segura que si yo fuese el autor de "Las Geórgicas" no estaría aquí recogiendo patatas, ni permitiría que usted lo hiciese. Seguramente - conociendo tan profundamente la agricultura - usted y yo podríamos ser dirigentes de este sector en el GosPlan de la URSS.

Ella soltó una carcajada y prosiguió su trabajo. Me despedí con un "¡hasta la tarde!".

Terminé aquella jornada de trabajo rendido de fatiga. Y es que - para ver a Inna más de cerca - llevaba a hombros hasta la carretera todos los sacos llenos de patatas por uno de los dos surcos en que ella trabajaba, con lo que alargaba considerablemente mi camino.

Inna, coqueteando y queriendo facilitarme el trabajo, una de las veces que, sofocado, pasaba a su lado con el consecutivo saco a cuestas, me dijo:

¡Virgilio, recuerde lo que nos enseñaron en la escuela: la línea recta es la más corta al unir dos puntos!

Era el 4 de septiembre de 1948.

Durante sus estudios en el Energo de Moscú

Tiempos estudiantiles en el Energo de Moscú

Así captó nuestras imágenes el objetivo de la cámara fotográfica en 1948

Acompañé a Inna hasta la isba donde residían las muchachas de su grupo, y quedamos de acuerdo en ir a bailar al llamado club nada más cenar. En este club - alumbrados por la luz de un quinqué y en calcetines, para no ensuciar el suelo con el barro del calzado - bailamos un poco al ritmo de la indescifrable música que emitían los viejos discos, bromeamos con los amigos y salimos a pasear. Nos sentamos en los escalones de una pequeña escalera que conducía al zaguán de una isba en la que - por estar deshabitada o porque sus extenuados inquilinos dormían a pierna suelta - reinaba el silencio que ambos anhelábamos.

Inna se apresuraba a inquirir algo de mi vida que, según ella, debía ser muy interesante. Yo procuraba satisfacer su interés narrando - por primera vez en mi vida a una muchacha - toda la odisea que pasamos los niños durante la guerra civil española. Pero a ella sobre todo le interesaba mi odisea personal, y no sólo desde el comienzo de la guerra en España, sino desde el día en que mi madre me dio a luz.

Creo que fue ya en aquellas inolvidables noches cuando - fascinado por la simpatía de Inna y la profunda mirada de sus ojos - comencé a recopilar en mi memoria todos los detalles de lo sucedido en los entonces 23 años de mi vida; detalles que antes me perecían insignificantes y que hoy - pasados tantos años - aparecen en este libro.

Podía haber sido su hermano adoptivo

Inna podía escuchar horas y horas las narraciones respecto a mi familia, a mi infancia y mi vida en España y en la URSS.

Y es que ya en 1937, cuando llegaron a la Unión Soviética los primeros niños españoles, la familia de Inna había hecho muchas diligencias para ahijar a uno de ellos. Las autoridades soviéticas - agradeciendo a la familia peticionaria su humano gesto - denegaron rotundamente la petición y explicaron a los padres de Inna que la Unión Soviética había acogido a los niños españoles para salvarnos de la guerra, pero que nada más reinase la paz en España todos regresaríamos a nuestra patria para reunirnos con nuestros padres y hermanos.

Bromeando, yo le dije a Inna que si las autoridades soviéticas hubiesen accedido entonces a la petición de su familia y, por ejemplo, me hubiesen ahijado a mí, ella y yo ya seríamos hermanos, realidad que destrozaría todos mis planes actuales.

Inna me preguntó sonriendo:

¿Qué planes?

Me envalentoné y - recordando la frase marxista de que "los proletarios no tienen nada que perder salvo sus cadenas" - contesté:

¡Los míos, que aspiran a que usted sea mi esposa!

Hubo unos instantes de silencio que me parecieron una eternidad. Inna bajó los ojos y respondió:

Sus planes - aunque son muy audaces - no me asustan, Virgilio.

Jamás olvidaré nuestro primer beso en aquella fría noche de otoño.

Aunque ya hacía cinco años que ambos residíamos en la ciudad estudiantil de la Universidad Energética- a 300 metros uno del otro - hasta el encuentro en el koljoz no nos conocíamos ni de vista.

¡Y que me perdonen los matemáticos y los astrólogos: jamás nadie de ellos encontrará en la teoría de las probabilidades, o en algún horóscopo del mundo, algo parecido a lo sucedido en aquel lejano koljoz en 1948!

 Unos días antes de la boda. Moscú, 1948

Unos días antes de la boda. Moscú, 1948

Nuestra boda

Nos casamos transcurridos tres meses: el 27 de diciembre de 1948.

A Inna no le fue nada fácil convencer a sus padres y hermanos de que yo era el hombre que merecía ser su esposo. Por carta les envió una fotografía mía de tan pésima calidad que en ella yo parecía un delincuente de los que busca la Interpol. A la familia de Inna lo que más les asustaba era el pensar que, algún día, ella marcharía conmigo a España para siempre.

Por fin los padres de Inna accedieron y esperaban con impaciencia a que terminásemos la carrera y fuésemos a Sverdlovsk (Montes Urales) a celebrar la segunda mitad de la boda. Digo la segunda mitad porque la primera la celebramos en la residencia estudiantil de la Universidad Energética de Moscú: la organizaron nuestros amigos y amigas - españoles y rusos - con mucho cariño.

Mis cinco compañeros españoles de apartamento me dejaron vestir durante una semana el traje de fiesta que habíamos comprado conjuntamente para todos, cuya talla era "la media aritmética" de las tallas de los seis. Normalmente, cuando alguno de nosotros requería ponerse el traje para salir de paseo, estábamos obligados a explicar a los cinco dueños restantes quién era la agraciada que te iba a acompañar. El problema se resolvía por mayoría de votos, y el resultado del veredicto dependía de si la acompañante gustase o no a los votantes.

En la boda, según una costumbre rusa, me vi obligado a partir con las manos una enorme manzana. La creencia popular anuncia que si el pedazo izquierdo de la manzana resulta ser mayor que el otro pedazo la joven esposa siempre será la autoridad suprema en la nueva familia. No es cosa fácil partir una manzana grande con las manos pero, después de algunos esfuerzos, lo logré. La carcajada fue unánime: el pedazo izquierdo de la manzana resultó ser mucho mayor.

Bailamos y cantamos toda la noche. A mí me obligaron a cantar como solista "Asturias patria querida", canción que fue la causa de que el buenazo Tuvíl Márkovich descubriera en la casa de niños españoles de Leningrado mi absoluta falta de oído, y se viese obligado a despedirme definitivamente del coro infantil.

En la boda no tuve que colocar a Inna - ni ella a mí - anillo nupcial alguno. En 1948 aquello era económicamente inaccesible para nosotros. Lo más emocionante fue el momento en que mis cinco compañeros del apartamento estudiantil nos hicieron la "entrega de las llaves" de una de las dos habitaciones que lo componían, anunciando así que allí podíamos residir la nueva familia hasta que abandonásemos el Energo para dirigirnos a nuestro respectivo lugar de trabajo.

 Inna y Virgilio Llanos Más con un grupo de amigos del Energo

Inna y el autor del libro, tres días después de la boda, celebrando el Año Nuevo con un grupo de amigos, estudiantes rusos de la facultad de electrofísica. Moscú, 1948

La rapidez de ésta boda, aparte del amor mutuo que ambos nos profesábamos, fue dictada por varias causas. Una de ellas era el problema relacionado con la denominada entonces en la URSS "distribución de los jóvenes especialistas", que se efectuaba 1-2 meses antes de que obtuviésemos los títulos de ingenieros.

Puesto que el Estado había costeado todos nuestros estudios, los jóvenes especialistas - de no existir causas superiores - teníamos la obligación de trabajar en el transcurso de los tres primeros años de nuestra actividad profesional exclusivamente allí donde fuéramos designados por la Comisión Estatal. Es decir, donde requería la economía nacional.

Ante la Comisión Estatal de distribución

Cuando me encontré con Inna en aquellos benditos veinte surcos de patatas a ella también "le restaban cinco minutos para ser ingeniera".

Terminaba sus estudios en la llamada entonces Facultad de Electrofísica - más tarde cifrada como 9ª Facultad - cuya noción abarcaba, entre otros, ciertos campos indispensables en los trabajos de la producción y utilización de la energía atómica.

Estaba claro que la Comisión Estatal de distribución de los jóvenes especialistas propondrían a Inna, como a sus compañeras de curso, un puesto de trabajo en alguna Institución Especial, por lo que era substancial que dicha Comisión supiese que nosotros dos ya habíamos formado una nueva familia y debían contar conmigo.

Inna fue citada por dicha Comisión a principios de 1949. Yo no la acompañé por tratarse de una distribución de especialistas a puertas cerradas.

Como su tesis estaba dedicada a un tema de electrónica industrial bastante moderno la Comisión le propuso ir a trabajar a un obyekt.

En castellano obyekt significaba un centro o ciudad cerrada para los extraños, en la que sólo residían y trabajaban los participantes en el desarrollo de temas de importancia especial para el Estado.

Tal y como habíamos acordado, Inna agradeció a la Comisión por la confianza depositada en ella, pero agregó que ya hacía un mes que estaba casada y, como es comprensible, debería ir a trabajar al mismo lugar donde trabajase su esposo Virgilio Llanos Más, joven especialista hidroenergético que, por defender su tesis un mes más tarde, todavía no había sido distribuido.

Aquello era algo nuevo e inesperado para los presentes. Efectivamente, nuestro matrimonio todavía no figuraba en el respectivo fichero del que disponían los miembros de la Comisión Estatal.

Transcurridos dos días la cátedra de hidroenergética me invitó para tratar el problema de mi colocación.

Tres competentes reclutadores de jóvenes especialistas para los trabajos estatales cerrados, me felicitaron por haber contraído matrimonio con una muchacha tan excelente y, sin más rodeos, pasaron al asunto que les interesaba.

Según ellos, Inna y yo componíamos una pareja ideal para trabajar en un obyekt, ya que las instalaciones de éste requerían mucha agua y energía eléctrica para su funcionamiento. Ellos también reclutaban especialistas que pudiesen trabajar en la elaboración de proyectos de embalses, hidro- o termoeléctricas y ejecución de las obras energéticas concernientes a mi especialidad.

Las condiciones en que nos contratarían, tanto desde el punto de vista de nuestro futuro profesional como económico, serían excelentes.

Yo también les agradecí sinceramente a aquellos tres reclutadores por la confianza que habían depositado en mí, pero les dije que algún día yo tendría que regresar a España, en la que residía mi familia, y que el conocimiento de cualquier secreto de un Estado sería un impedimento decisivo para el retorno a mi patria.

Aunque me contestaron que no me preocupase, que aún había para rato con el régimen de Franco, mis palabras hicieron mella en sus intenciones. Me citaron otra vez para proseguir la conversación, pero mi posición fue invariable.

Hacia los Montes Urales

La Comisión Estatal de distribución de los jóvenes especialistas terminó por concedernos a Inna y a mí lo que entonces se llamaba "distribución libre" y, a petición nuestra, nos enviaron a trabajar a la ciudad de Sverdlovsk, a los Montes Urales, donde residía y trabajaba toda la familia de Inna.

Ella iba a trabajar en el laboratorio de una importante fábrica y yo en una organización llamada "Selelectro", que se dedicaba a la electrificación rural, incluyendo la construcción de pequeñas hidroeléctricas para koljoses.

Decidimos ir en tren, pues aunque el viaje duraba dos días tendríamos la oportunidad de recrearnos contemplando desde las ventanas del vagón los paisajes verdaderamente rusos, sobre todo el acceso a los Montes Urales.

Inna los llama, "Ural de mis amores", país montañoso de 2.600 kilómetros de longitud en la frontera entre Europa y Asia.

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