En la vida de los jubilados existen ciertos privilegios. Por ejemplo, nosotros podemos permitirnos el lujo de contemplar la puesta del sol en la Albufera.

Si usted no estuvo nunca en Valencia, venga y visite el Parador Nacional, donde las aguas de la enorme laguna están separadas del Mediterráneo sólo por una estrecha franja de tierra. A una hora determinada el colosal sol amarillo azafranado - una caliente naranja valenciana - se oculta lentamente tras el horizonte montañoso. Alrededor obscurecen los arrozales, en las isletas y ribera de la Albufera se calma el alboroto de los pájaros.

Yo siempre pienso: aquí duermen también las aves rusas, aquellas que en octubre-noviembre alzan el vuelo en bandadas dejando atrás los fríos campos y, conducidas por el sempiterno instinto de la invernada, se dirigen hacia el sur. "Veo" cómo remontan y abandonan la entrañable vastedad: Siberia, los Urales, las estepas del Volga, los alrededores de Moscú...

Cuando comience la primavera de nuevo verán estos lugares verdes y rejuvenecidos.

Hace ya muchos miles de años que las aves, desde arriba, reconocen infaliblemente su patria: aquella en la que aprendieron a volar y aquella que les ofrece albergue resguardándolas del cruel invierno norteño. Toda la tierra es, en realidad, su patria.

Al ser humano le suele ser difícil remontar y contemplar su vida desde lo alto: en la animosidad de la vida cotidiana a menudo olvidamos la eternidad. Es lamentable. La vida eterna, como decía un filósofo, no comienza después de la vida terrestre: ella prosigue siempre, todos vivimos en la vida eterna.

En noviembre de 1938, durante la cruel guerra civil española, nosotros emprendimos una travesía opuesta a la de las aves, para refugiarnos en los calurosos abrazos de Rusia. Transcurridas muchas décadas regresamos a la patria, la reconocimos y no la reconocimos, pero - igual que las aves - nos convencimos de que nuestros destinos y los destinos de nuestros hijos, de aquí en adelante, están vinculados para siempre a ambos países.

En nosotros la atracción mutua histórica entre Rusia y España no sólo es patente, es también su encarnación.

Nuestros hijos y nietos transmiten al porvenir la memoria genética de la sangre común: la vertida en la lucha conjunta contra el fascismo y aquella viva con la que laten los corazones humanos.

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