"¡Oh, compañeros!

¡Oh vosotros, que habéis pasado conmigo tan grandes trabajos!

Un dios pondrá término también a los que pasamos ahora.

Habéis arrostrado la rabia de Escila y sus escollos, que resuenan profundamente;

habéis probado también las rocas de los Cíclopes;

recobrad el ánimo y deponed el triste miedo;

acaso algún día nos será grato recordar estas costas."

(Virgilio. "La Eneida". Libro primero)

Algo triste de narrar

Francisca y Klavdia fallecieron en España. Ambas madres, la española y la rusa, yacen juntas bajo el azul cielo valenciano en el Parque de la Paz.

Falleció Carlos, el menor de los tres hermanos. Sus restos descansan en su tumba familiar del cementerio francés de Orval, junto a la tumba de los padres de Mathé.

También fallecieron dos de aquellos "siete niños mayores": mis compañeros Luis Iglesias Rubiera y Ángel Alonso Garitagoitia, el "Sani", aquel chaval vasco que tan bien guiaba los bueyes en el lejano Kukkus de la estepa rusa. Residía en San Petersburgo y estaba preparando su regreso a España con su familia hispano-rusa. Pero la Parca se anticipó. Y es que la certera "artillería pesada" de los años es implacable y ya hace tiempo descarga impunemente sus mortíferos proyectiles sobre las quintas de nuestra generación, causando estragos.

Los recelos que abrigábamos al abandonar Moscú, respecto a lo que económicamente nos esperaba en España, se confirmaron: la Cruz Roja de Rusia y el entonces gobierno del país nos engañaron vilmente.

Durante casi siete años nuestras pensiones fueron a parar a las cuentas bancarias de los "nuevos rusos", rufianes largos de manos que primero las tasaron en 3.000 pesetas mensuales por los más de 40 años de trabajo y cotización a la Seguridad Social de Rusia que habíamos prestado cada uno de nosotros, y luego - imitando a aquel personaje de Gógol que montó un negocio con las "almas muertas" de aquel país - "amasaron" con ellas, con los sueldos y riquezas del país, pertenecientes a todas las todavía "almas vivas" de millones de sus conciudadanos, fortunas enteras que permitirán rescatar de la justicia a sus familias mafiosas y abandonar su patria, que ya habían desolado en toda la extensión de la palabra.

El precio definitivo de nuestra vida laboral en Rusia y de los años de destierro dictado por el gobierno franquista fue establecido y "legalizado" en 1999 por el gobierno español: 65.000 pesetas mensuales con cónyuge hasta el otro mundo, si allí nos reciben gratuitamente.

Y nosotros, indefensos a nuestra edad y en nuestra situación económica, no hemos podido todavía encontrar algún juez de raza capaz de cantar las cuarenta a quien fuera necesario: extranjeros o españoles.

Hablo de jueces porque - aunque hemos escrito decenas de cartas a altos dirigentes españoles de la jerarquía política y gubernamental - hasta el día de hoy no hemos podido apreciar en ninguno de ellos al modesto representante de "... aquella España a la que - según nos decía S. M. El Rey Juan Carlos I en su alocución de Moscú en 1984 - le corresponde hacer todos los esfuerzos necesarios para que esos problemas se solucionen con espíritu amplio y generoso".

Los problemas de los "niños de la guerra" que regresábamos de la ex URSS - todos ellos legítimos y comprensibles - debían y podían haber sido resueltos previamente por los gobiernos y partidos españoles durante los casi 25 años del denominado período de la transición, período en el que ellos - los llamados "mayores" de uno y otro bando - resolvieron bastante bien sus principales problemas dándose el tercer abrazo de Vergara. Nosotros, los "niños", no teníamos con quién ni dónde abrazarnos, por estar muy lejos de la patria.

Sólo partiendo de estas afirmaciones acusatorias se pueden concebir hechos como el de que el proceso del "injerto" de nuestras jóvenes ramas, es decir, de nuestros hijos hispano-rusos en el vetusto árbol genealógico llamado España - "injerto" que para nosotros, sus padres "niños de la guerra", hubiese sido la más elevada compensación moral que España podía y debía concedernos como ciudadanos españoles por todo lo sufrido - se haya dilatado por las "autoridades competentes" hasta adquirir dimensiones delictivas.

¿Qué necesitaban nuestros hijos, casi todos ellos especialistas, casados y con hijos pequeños? El principal problema que tenían que resolver sin retraso, pues había que mantener diariamente a sus familias, era el de encontrar trabajo. Pero, para poder buscarlo con la rapidez necesaria había que resolver dos problemas: el de su nacionalización y el de la homologación de sus diplomas. Sin resolverlos nadie podía soñar en recibir trabajo alguno.

Pues bien. Por ejemplo. El proceso del paso por el "tamiz de la vigilancia" de los documentos requeridos a mi hijo Andrés para su nacionalización y homologación de su diploma de la Universidad Estatal de Moscú ocupó... cinco años de su vida.

Y aunque Andrés llegó a España con su esposa y sus tres hijos cuando aún tenía 35 años, habiendo ejercido su profesión de ingeniero geógrafo en Rusia durante más de 10 años y teniendo experiencia que, indudablemente, sería muy útil para España, pudo empezar a buscar un trabajo serio cuando ya tenía 40 años, edad en la que los empresarios ya te miran de refilón.

Por lo visto, del asunto de mi hijo Andrés se ocuparon las "autoridades competentes". Las mismas que, ni durante la dictadura ni después de ella, durante el largo período de la transición, se han dignado explicar al autor de este libro las causas por las que a un niño que fue evacuado cuando tenía trece años, el gobierno le denegó sistemáticamente, sin argumento alguno, el permiso de entrada en España a él y a su familia hasta que falleció el caudillo.

¿Quién y cómo debe responder e indemnizar estas injusticias?

Narraciones risueñas

En Alfafar, tierra valenciana en la que el intenso perfume del azahar, igual que en mi infancia, embriaga los sentidos y el cariñoso mar calma tus dolores, la vida transcurre como siempre, con sus primaveras de optimismo y otoños de incertidumbres. En las fiestas nos reunimos todos en nuestra casa familiar, e Inna unos días prepara paellas, fabadas o cocidos, y otros días borch o pelmenis.

El Año Nuevo, como siempre, lo festejamos dos veces. Las primeras campanadas del reloj de la Torre Spásskaya del Kremlin nos traen a la memoria a nuestros familiares y numerosos amigos rusos que desde allá nos telefonean, escriben largas cartas e, incluso, algunos han pasado por Valencia para visitarnos.

Las segundas campanadas del reloj de la Puerta del Sol nos acompañan a tragar las doce uvas y nos invitan a recordar de palabra o a felicitar por teléfono a los amigos españoles que diariamente, con sus sonrisas y atenciones, nos ayudan a superar las dificultades y mantener el buen humor.

Estos últimos son muchos: nuestros vecinos y vecinas de la enorme finca en la que residimos, entre los que siempre contamos con los "niños de la guerra" María Luz Hermosilla, Casimiro Balaguero y su esposa Svetlana, Mercedes Hernández y su familia, el educador español Vicente Talón y su esposa María; la familia del fallecido José Ramón Fernández; son el cartero José Alcácer, que cuando trae cartas de "allá", sabiendo cómo las esperamos, nos lo anuncia por el teléfono interno de la finca o nos la sube a casa; José Cristofol y Mª Dolores Mayor, Ramón y Dolores, los amables dueños de las librerías-papelerías y primeros fotocopistas del original de este libro; Amparo, que en las frías tardes invernales nos reconforta en su salón con una buena taza de té; Juan Antonio Ferrer, talentoso joven que nunca olvida invitarnos a las exposiciones de sus modernas pinturas y originales Belenes, que anualmente se instalan en la iglesia de Alfafar; la florista Mª Dolores, que siempre adorna nuestras fiestas con sus bonitos ramos; y otros muchos alfafarenses, personas gratas y sencillas.

Sabemos con certeza que nuestro doctor de cabecera Manuel Jareño, las atentas farmacéuticas Mª Victoria y Carmen Mª; el simpático y ameno ATS José Vicente Gascó Ruíz y los encargados de la asistencia social Sebastián Collado y Miriam Pérez siempre están dispuestos a acudir en nuestra ayuda. Porque, como dicen todos ellos, somos rusos y, además, "niños de la guerra".

Entre nuestros fieles amigos españoles es imposible no mencionar a Miguel Uribes y su esposa Liuba; a los "niños de la guerra" Francisco Navarro, Concepción Jarabo, José Catalá, Bibiana Herrero, Lourdes García, Pilar Pallarés, Blanca Peñafiel y Ramón Moreira; a Vicente Blanquer; a Charo, a Miguel Otero y su esposa Isabel Romaní, que tanto influyeron en nuestro ánimo de escribir y publicar este libro.

Y, como no mencionar a nuestro amigo madrileño Idelfonso González Godea y a su colega valenciano Federico Ileonard, que tanto nos ayudan a todos los "niños de la guerra" con sus muestras de atención.

Son también muchas las alegrías que nos proporcionan nuestros hijos y nietos. Estos últimos han crecido, se han adaptado a las nuevas condiciones de vida y son muy aplicados. Los tres mayores estudian en distintas universidades y, comprendiendo las dificultades materiales de sus familias, trabajan al mismo tiempo.

Los cinco leen y hablan el ruso, el español y el valenciano. Los mayores, además, dominan el inglés. Esto les permitirá conocer mejor a los numerosos pueblos de la Comunidad Europea, de la que todos ellos ya son ciudadanos.

El 27 de diciembre de 1998 fue un feliz día para toda la familia: Inna y yo celebramos nuestras "Bodas de oro".

Celebramos las bodas de oro. Nuestros hijos María, Valeria y Andrés nos custodian

Celebramos las bodas de oro. Nuestros hijos María, Valeria y Andrés nos custodian

Transcurren los años, envejecemos, pero no varían nuestras prioridades con el tiempo.

Inna - como siempre en su vida - jamás olvida sus obligaciones de madre y abuela, y prosigue siendo el espíritu creador de toda nuestra numerosa familia. Se preocupa mucho de la educación de nuestros nietos y de que jamás olviden su procedencia rusa y su lengua materna. Con este fin elige en nuestra biblioteca familiar los libros en ruso más adecuados para cada uno de ellos y procura que los lean.

Y yo, siguiendo los consejos que "cada nueva lectura del Quijote amplían y enriquecen nuestra visión anterior de la inmortal obra, a cuyo insondable fondo todavía no hemos llegado ni llegaremos nunca", igual que en Rusia, mantengo "de guardia" el libro en mi mesilla de noche de Alfafar y a las horas de la madrugada - en las que los doctores aconsejan dormir, pero no puedo - abro al azar alguno de sus capítulos para refrescar mi memoria.

Lo primero que aparece ante mis ojos son las imágenes de mis queridos compañeros, "los siete mayores" - con los que pasé mi adolescencia en aquella aldea alemana de la estepa rusa.

Sus jóvenes caras siempre me acompañan en la lectura y deleite del sabio libro que compartió con nosotros y nos ayudó a superar momentos muy difíciles de nuestra vida y encontrar nuestro Norte en ella. La lectura "colectiva" de las andanzas del célebre hidalgo manchego calma mi pena por aquel bien perdido: aquella dichosa edad en la que los que en ella vivían, ignoraban las palabras de "tuyo" y "mío".

Es mi nostalgia.

Cumpleaños feliz

El 3 de noviembre celebramos mi cumpleaños. Ya son 75 los años que me separan del día de mi nacimiento en Málaga. El simpático y amable Juan - dueño del restaurante "Canyamel" de El Palmar - nos agasaja a toda la familia con una excelente paella valenciana "condimentada" con la sombra de los pinos que rodean la mesa y con la suave brisa que sopla desde la Albufera.

Celebración familiar en el Canyamel

Celebración familiar en el "Canyamel"

Mi primogénita uraliana me recitó en ruso la poesía que acababa de componer y que, traducida al castellano, dice:

A mi padre, en el día de su cumpleaños

Necesse est navigare

A los trece años él navegaba en un barco

y, por cierto, fue en noviembre.

En el puerto de destino había niebla y humo

de las chimeneas; helaba.

Las caras eran otras, y el idioma también.

El juego iba en serio.

Le inculcaban: existen dos colores; pares e impares.

Y resultó ser, vea usted, que la ruleta mentía.

El mundo bicolor es un cuento, un mito, un engaño.

Y a las personas listas, para ayudarlas,

se les otorga un corazón-brújula.

¿Es un barco de río? ¿De mar? ¿Qué barco es?

Cualquiera. Tú mismo eres el práctico, el marinero,

el timonel.

En su día regresó a su casa,

teniendo más de trece años. Había encanecido.

Pero no existen en los mares fronteras ni límites:

sólo los retenemos en nuestra memoria.

Cuando el viejo noviembre enciende su faro

el barco zarpa de nuevo al mar de los recuerdos.

La poesía me conmovió. En sus veinte renglones me pareció haber oído una acertada y concisa síntesis de mi larga vida y de las de mis compañeros, "niños de la guerra" que tantos años residimos en la Unión Soviética.

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