Nuestra vida en Leningrado

Una catedral dominante

La residencia provisional era el lujoso hotel "Angleter", situado en la plaza de Isaaki. Esta desmesurada plaza debe su nombre a la Catedral erigida en memoria del Santo Isaak de Dalmacia y - por su altura de más de 100 metros - es uno de los edificios dominantes de la ciudad. El zar ruso Pedro I El Grande, que había nacido el mismo día que se conmemora a este Santo, ordenó construir en San Petersburgo una Catedral en honor de Isaak.

Enfrente, la catedral de Isaaki y, a su derecha, el antiguo hotel Angleter

En la foto, enfrente, la catedral de Isaaki y, a su derecha, el antiguo hotel "Angleter", actualmente hotel "Astoria"

En la plaza contigua se alza el Palacio de María, y una enorme estatua ecuestre del zar Nicolás I marca la confinación de ambas plazas. Parece ser que la infanta María, hija mayor del zar Nicolás I, enojada y ofendida por el hecho de que desde sus ventanas sólo veía el trasero del caballo zariano y la espalda de su padre, residió muy poco tiempo en el Palacio.

Aunque la historia de aquella gigantesca plaza - y de los edificios y objetos que la formaban - la conocí transcurridos algunos años, un inexplicable instinto trataba de percatarme en aquel crudo invierno de 1938-1939 de que esta plaza era inconmensurable e incompatible con el pequeño Madrid de mi infancia, limitado en mi vida cotidiana por las calles de Argumosa, Santa Isabel, la plaza Lavapies y la "dominante" de todas ellas: la Iglesia de San Lorenzo.

Y si añadimos a la majestuosa plaza leningradense - siempre llena de trolebuses, automóviles y transeúntes y tan incómoda para nuestras travesuras callejeras - la fría nieve que caía sin cesar del oscuro cielo; los cristales empañados y congelados de las dobles ventanas que protegían nuestras habitaciones contra el frío y a través de los cuales no veíamos nada; los porteros de librea a la entrada del hotel; el almidonado de los manteles y servilletas, y las lujosas vajillas y enormidad de cubiertos en las mesas del restaurante; los abundantes y desconocidos manjares en los que faltaban las esperadas judías, lentejas o garbanzos españoles; la extraña música que la orquesta del restaurante tocaba a todas horas y que sólo cesaba cuando el último niño español terminaba su comida, todo ello - después de las privaciones y miseria que cada uno de nosotros había sufrido durante los 29 meses de guerra en España - inducía por lo visto en nuestras cabezas ideas de que todo aquello era algo superfluo, a lo que nunca nos acostumbraríamos.

Además, en el hotel "Angleter" ya nos vistieron con ropa de la temporada del invierno ruso: gorros de piel, abrigos forrados con algodón, calzoncillos y camisetas de invierno, trajes de tejido gordo con pantalones largos y unas botas de fieltro grueso (en ruso se llaman "válenki") con chanclos de goma para que las botas no se mojasen.

Al salir a la calle, puesto que el frío era intenso, todos nos bajábamos las orejeras de los gorros, subíamos los cuellos de piel de los abrigos y los educadores - para que no entrase el frío a la garganta - nos ataban unas largas bufandas de lana haciendo un nudo en la espalda. Parecíamos osos al andar y era difícil conocer a los que iban delante de ti: todos éramos gemelos con aquellos "uniformes esquimales".

Para nosotros el asunto "estaba claro": en todo aquello había que "establecer un orden" que nos permitiera vivir con comodidad, a nuestro modo de ser.

Los tres cerditos

Comenzamos por intentar pedir a la orquesta del restaurante - sin saber una palabra en ruso - que tocase música conocida.

Un día, a la hora de la comida, alguien se acercó a la orquesta y pidió en español que tocasen "Los tres cerditos" de la película de Disney. Los músicos escuchaban atentamente a nuestro delegado pero, naturalmente, no comprendían lo que decía. Entonces un grandullón, que por su comportamiento en los duros días de la navegación se había ganado entre nosotros el título de líder no elegido, decidió tomar medidas drásticas contra la orquesta: de un salto se puso de pies en su silla y pronunció una breve arenga pidiendo - más bien ordenando - que nadie comiese nada hasta que nuestros oídos no captasen la esperada y alegre melodía.

Todo el personal del restaurante, sobre todo los cocineros con sus divertidos trajes de ejemplar blancura, corrían entre las mesas mirando los platos servidos: por lo visto temían que la causa de nuestra "huelga de hambre" pudiera ser algo relacionado con la comida.

Mientras tanto el tiempo pasaba, de vez en cuando mirábamos los manjares y segregábamos saliva, pero la solidaridad de la lucha no permitió a ninguno de nosotros ser esquiroles.

Tres de nuestros compañeros - comprendiendo que prácticamente estábamos en un apuro del que había que salir con dignidad - se levantaron de sus sillas, se dirigieron hacia las tablas de la muda y disgustada orquesta, se pusieron a cuatro patas y comenzaron a gruñir como la harían los mejores cerditos del mundo a la hora de comer, procurando entre los gruñidos emitir silbidos que, por cierto, a veces producían fragmentos de la deseada melodía.

El director de la orquesta, riéndose a carcajadas, fue el primero en comprender la mímica y captar la melodía de los silbidos de nuestros tres "delegados". Dijo algo en ruso a los músicos, levantó la batuta y... desde entonces, durante toda la cuarentena de los niños españoles en el "Angleter", la música fue un himno constante a los cerditos de nuestra infancia: Naf-Naf, Nif-Nif y Nuf-Nuf.

El gua

La victoria nos dio confianza en nuestras fuerzas y, muy pronto, uno de nuestros inauditos "inventores" españoles descubrió que las varillas de los respaldos de nuestras entonces modernas camas metálicas estaban atornilladas con bolitas-tuercas de acero.

Inmediatamente las destornillamos y - en lugar de jugar con los juguetes cursis que nos habían traído - en todos los pisos del hotel, incluyendo el hall, se jugaba al gua. Incluso algunas niñas, las más revoltosas, se contagiaron.

El gua era el juego más popular de nuestra infancia. Había un defecto en el "Angleter": los suelos de mármol y de inédito parqué no nos permitían excavar los hoyos imprescindibles para el juego. Nos contentamos con dibujarlos en los pisos con tiza de color.

Puesto que algunas de las muchas camas desarmadas caían al suelo y el personal de los pisos del hotel pedía que devolviésemos las bolitas-tuercas, decidimos que los mejores jugadores al gua - a medida que nos ganaban las bolitas a los demás - las irían devolviendo.

Pronto los tres o cuatro campeones de la emulación devolvieron todas las bolas y las camas dejaron de desmoronarse.

Transcurridos muchísimos años - en un encuentro con nuestros ancianos educadores que sobrevivieron los acontecimientos del tiempo - uno de ellos reconoció que cuando llegamos a la URSS los niños españoles éramos muy revoltosos, pero no golfos. Nuestras travesuras y - como hoy dirían -"know-how" españoles, les hacían reír en sus consejos de educadores y les ayudaban a comprender mejor nuestro carácter sureño de niños "indomables".

Los días en el "Angleter" eran monótonos.

Llegó el día en que, ante las lágrimas de despedida de los músicos, cocineros, personal de los pisos y doctores, salimos del hotel en autobuses hacia las casas especiales para niños españoles a las que nos habían destinado.

Había concluido la larguísima cuarentena.

El bonachón Tuvíl Márkovich

A los tres hermanos nos dejaron en Leningrado, en la casa de niños españoles Nº 9, situada en la vieja Avenida de Nevski. Era una enorme casa "doble" en la que todo el sótano - con puertas blindadas contra un posible ataque químico por parte de algún enemigo - estaba adaptado para que viviésemos y estudiásemos allí en caso de guerra.

En la nueva morada la vida ya era más cómoda y alegre.

Nuestros nuevos amigos españoles - discípulos de la casa en la que ya residían desde hacía casi un año y medio - se sentían ser veteranos en todos los aspectos de la vida y, como es propio a esa edad, se tiraban faroles. Sobre todo en lo referente al conocimiento del idioma ruso: competían entre sí por ser nuestros traductores en las conversaciones con el personal soviético.

Los más maliciosos, al enseñarnos cómo había que decir en ruso una u otra cosa, añadían a la frase alguna palabra gruesa que ellos ya pronunciaban sin acento alguno.

Recuerdo cómo uno de los primeros días de nuestra estancia en la nueva residencia decidí participar en el coro de la casa de niños.

Aunque soy durísimo de oído me gustaban mucho las dulces canciones asturianas, vascas y rusas que entonaban los coristas y que jamás había oído.

Antes que Tuvíl Márkovich - el director del coro - entrase en la sala, me coloqué en una de las filas de los cantantes entre dos niños. Mi colega de la izquierda, que resultó ser un patoso, me preguntó por qué ocupaba ese sitio.

Yo, que ignoraba que en los coros los cantantes se colocaban de acuerdo con la armonía de sus voces y no según su estatura, le contesté que, simplemente, era más alto que él.

Mi humillante respuesta no fue de su agrado y, para fastidiarme, me preguntó si sabía cómo se decía en ruso "¡buenas tardes, camarada director!" que, según él, era el saludo que debíamos gritar todos cuando entrase Tuvíl Márkovich.

Le contesté que sabía cómo decir "¡buenas tardes, camarada!".

"¡Bueno - dijo el patoso - entonces sólo tienes que añadir al final la palabra bolván!". En realidad era una palabra de fácil pronunciación y la retuve en la memoria.

Nada más entrar Tuvíl Márkovich todo el coro - contestando a su saludo - gritó: "¡dobry vecher!" - que es la forma correcta de saludar por la tarde.

Sólo yo, a voz en cuello, añadí las palabras "... tovarisch bolván" - que en ruso significan "... ¡camarada mamarracho!".

La carcajada fue general. Y es que Tuvíl Márkovich era un simpático regordete calvo de figura grotesca. Su reacción fue momentánea y, muy nervioso, señalando a la puerta con su batuta, me echó de la sala.

Esa "lección" de lengua rusa me puso alerta, y durante mucho tiempo, antes de decir algo en ruso, preguntaba a dos o tres alumnos serios cómo se decía la frase que yo quería pronunciar.

... El régimen de vida en las casas de niños estaba saturado de actividades de interés común y, además, era muy saludable.

Durante el año escolar estudiábamos mucho, unas asignaturas en español y otras en ruso.

Por las tardes y en los días de descanso íbamos a ver ballet, obras de teatro o películas nuevas; acudíamos a numerosos encuentros con los pioneros rusos de otras escuelas; participábamos en el trabajo de los círculos infantiles del Palacio de Pioneros de Leningrado, en los que se aprendía a bailar, tocar en distintos instrumentos musicales, construir modelos de barcos y aviones, patinar en el hielo...

En el verano descansábamos a orillas del Mar Báltico - en un campamento del golfo de Finlandia - o en un campo de pioneros situado en un frondoso bosque mixto de la región de Leningrado.

En un frondoso bosque de la región de Leningrado un grupo de niños españoles de la casa Nº 8 aprende durante las vacaciones de verano a utilizar las caretas antigás

En un frondoso bosque de la región de Leningrado un grupo de niños españoles de la casa Nº 8 aprende durante las vacaciones de verano a utilizar las caretas antigás

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