¡Estudiar, estudiar, y una vez más estudiar!

Aunque pasábamos bastante hambre teníamos que estudiar. En la escuela media de Kukkus, por primera vez, estudiábamos todas las asignaturas en lengua rusa, y la cosa no era nada fácil.

Sobre todo era difícil estudiar por las tardes en aquella isba iluminada por teas o, en el mejor de los casos, por un quinqué sin tubo de vidrio, del que por las mañanas despertábamos todos con las narices negras del humo. Los girasoles recogidos por los alemanes soviéticos del Volga, almacenados en los desvanes de las isbas en que vivíamos, nos salvaban del hambre. Por las noches los tostábamos en unos calderos montados originalmente en las estufas.

Jamás en la vida olvidaré a los abnegados compañeros de mi infancia y juventud con los que en las frías noches de la estepa rusa del Volga - sosteniendo en la mano un cucurucho de papel en el que escupíamos las cáscaras de los girasoles para no ensuciar el suelo de la única habitación en la que los siete convivíamos - preparábamos los deberes de la escuela.

Al escuchar diariamente por radio los desagradables partes de guerra respecto a las operaciones militares en el frente de Stalingrado sabíamos que - ocurriera lo que ocurriese - nos levantaríamos a las cinco de la madrugada para aparejar los bueyes y salir, con frío y hambre, hacia la orilla derecha del Volga, donde nos esperaban esbeltos árboles con los que habríamos que competir en fuerzas y talarlos para que nuestros peques no pasasen frío.

El comisario de Kukkus

En el frente de Stalingrado las cosas no iban muy bien y, en reunión secreta de los siete, decidimos ir al Comisariado militar de Kukkus para pedir que nos enviaran al frente como voluntarios.

¿En qué podríamos ser útiles al frente? Eso, según nuestra opinión, era fácil de explicar al Comisario. Le diríamos que disparábamos muy bien: en las pruebas de tiro al blanco siempre dábamos en la diana. Le diríamos también que, además del español, hablábamos en italiano y rumano, lenguas en las que hablaban los soldados de los principales aliados de Hitler.

No dudábamos de que el Comisario cayera en el "anzuelo" de los siete "políglotas" españoles.

El resultado de la conversación de nuestro primer "delegado" con el Comisario fue poco satisfactorio. Éste le preguntó si los otros seis voluntarios éramos tan capaces como él y, al oír la respuesta afirmativa de nuestro representante, llamó por teléfono al director de nuestra casa de niños y le invitó a que acudiese a aquel espectáculo. Luego el Comisario nos invitó a los voluntarios restantes a pasar a su gabinete y nos hizo la siguiente alocución:

La guerra contra el fascismo ya la estamos ganando. Vosotros sois unos jóvenes muy capaces, según se ve por los conocimientos que afirmáis tener, y seréis muy útiles a la nueva España democrática. Así que seguir estudiando para llegar a ser revolucionarios de verdad.

No nos dio tiempo a reaccionar. En la puerta de salida del Comisariado se encontraba nuestro director Panshin - un viejo bolchevique con voz de trueno - que nos recibió con el siguiente sermón:

¿Qué creéis, héroes? ¿Pensáis que yo me encuentro aquí escondiéndome de los alemanes fascistas? Os equivocáis: he pedido numerosas veces que me envíen al frente. Pero siempre me han contestado que mi deber es cuidar y educar a los niños españoles.

Había que resignarse.

Recogiendo la cosecha

En los difíciles días del invierno de 1941-1942, además de estudiar las asignaturas del 8º grado de la escuela soviética y cortar leña, estudiábamos la teoría y hacíamos prácticas de conducción en tractores agrícolas de ruedas marca "JTZ", de la fábrica ucraniana de Járkov y en cosechadoras de cereales "Stalinets-I".

El objetivo era el obtener la profesión de maquinistas-conductores de tractores y de cosechadoras, que nos permitiría participar en las siembras y recolectas de los cereales que tanto necesitaban los defensores de Stalingrado.

Los estudios y prácticas transcurrían en el parque de máquinas y tractores en el que estudiaron durante muchos años de la preguerra no sólo los nativos de la República de los alemanes del Volga, sino muchos otros discípulos de otras repúblicas soviéticas. El material didáctico existente en el parque, los modelos desarmables de motores de tractores y cosechadoras eran únicos.

La cosa es que en aquel crudo y difícil invierno de 1941-1942 los "siete mayores" dimos en sobresaliente los exámenes en la escuela del parque de máquinas agrícolas y tractores y recibimos el correspondiente título. Hasta ahora guardo mi diploma - escrito a máquina en un papel de pésima calidad de los tiempos de guerra - firmado y certificado por los correspondientes directores y sellos.

Por cierto, sellos en dos lenguas: la rusa y la alemana. Aunque los alemanes del Volga habían sido deportados hacía ya más de 6 meses los documentos que firmaban las nuevas autoridades seguían certificándose con los viejos sellos.

Y es que mucha gente creía que aquella tragedia de los alemanes soviéticos había sido eventual y todo pronto se normalizaría.

La siembra y la recogida de la cosecha de aquel año fueron muy difíciles para nuestros "tandems" españoles, novatos en aquella materia práctica.

El primer "tándem" era el de Gabriel Arrón y el segundo el de Augusto Vidal, ambos abnegados intelectuales catalanes y magníficos maestros de nuestra casa de niños.

Arrón - por ser corto de vista - no podía conducir los tractores o las cosechadoras, pero reparaba todo lo que fuese necesario con el cincel y el martillo, golpeándose a veces los ya heridos dedos al errar, pero sin proferir queja alguna.

Completábamos el "tándem" de Arrón tres conductores: Luis Iglesias Rubiera, Ángel Alonso Garitagoitia y el autor.

En todas las máquinas que entonces participaban en la lucha contra el fascismo - fueran éstas de guerra o de trabajo pacífico en la retaguardia - se pintaban periódicamente estrellas rojas de cinco puntas, según fuesen los resultados prácticos del trabajo de sus pilotos en dicha lucha.

Por ejemplo, en los fuselajes de los aviones de caza se pintaba una estrella por cada avión enemigo derribado por su piloto; en el cuerpo de los tanques cada estrella roja señalaba que su tripulación había destrozado un tanque o una pieza enemiga de combate.

En las paredes de las tolvas almacenadoras de trigo de nuestras cosechadoras el número de estrellas era considerable y seguía aumentando: para nosotros cada estrella significaba que habíamos contribuido a llenar el "granero de la victoria" - como entonces denominábamos al resultado nacional de la recolecta - con 40 toneladas más de trigo.

La verdad es que cuando recolectamos la última hectárea y regresamos a las fincas centrales del koljoz - donde se aventaba todo el grano recolectado a medida que nuestra cosechadora avanzaba por los campos - los montículos de grano almacenado nos parecían ser gigantescos.

La victoria de Stalingrado...

El invierno de 1942-1943 transcurrió como el invierno anterior: estudiando, talando árboles en el bosque (ahora ya con la ayuda de otros alumnos que se iban haciendo mayores) y pasando bastante hambre.

Pero a principios de año ocurrió un suceso histórico que nos infundió ánimo a todos. El 2 de febrero de 1943 el altavoz de nuestra isba nos comunicaba el siguiente parte de guerra:

Cumpliendo la orden del Jefe Supremo del Ejército Rojo, camarada Stalin, los ejércitos del frente del Don - a las 16.00 - han concluido la derrota y el aniquilamiento del grupo enemigo cercado en Stalingrado... Una vez realizada esta tarea las operaciones militares en la ciudad de Stalingrado y en su región han terminado...

El Comisario militar de Kukkus sabía lo que nos decía cuándo, cortésmente, nos mandó a los siete voluntarios españoles a casa.

... nos alentó para estudiar

La ofensiva del Ejército Rojo hizo que los días fuesen - aunque no más fáciles - más alegres. El ejército alemán retrocedía y la guerra se alejaba de nuestros parajes.

En aquella primavera de 1943 seis de los "siete mayores" terminamos los estudios del 9º grado, y Luis Iglesias - que desde el principio estudiaba en un grado superior al nuestro - terminó el 10º: último grado que en la URSS permitía a los alumnos que lo habían aprobado participar en los exámenes de ingreso en las Universidades.

Por delante disponíamos de las vacaciones de verano, pero la perspectiva de separarnos de Luis era tristísima para todos nosotros. Sobre todo para él, que quedaría solo dejando en Kukkus a sus fieles y queridos amigos.

Pero a los 17-18 años los problemas serios se resuelven colectivamente con relativa facilidad. Alguien de nosotros propuso a los demás - y todos aceptamos unánimemente - estudiar las asignaturas del 10º grado durante los tres meses de verano y, en la primera década del mes de septiembre, presentarnos ante la Comisión Estatal de la escuela de Kukkus a dar los correspondientes exámenes.

Nuestros planes fueron apoyados por nuestros consejeros y amigos mayores que entonces teníamos - los educadores españoles Jesús Sáez, José Arregui, Augusto Vidal y Gabriel Arrón. Ellos se encargaron de hablar con el director Panshin y con los maestros de la escuela rusa que nos deberían ayudar con sus consultas.

Todos aprobaron nuestros planes, aunque algunos con incredulidad. Era dificilísimo, sobre todo en las condiciones extremas de una alimentación insuficiente.

Aunque parezca increíble ¡vencimos!, y a principios de septiembre de 1943 los seis alumnos españoles del 9º grado ya habíamos dado todos los exámenes del 10º y éramos poseedores de los correspondientes certificados.

¿Cómo lo logramos? A quienes no hayan vivido en condiciones semejantes a las nuestras les será difícil comprenderlo. Alegaré sólo una cosa.

Cuando ya no podías aguantar más y querías desistir de los objetivos fijados, cuando alzabas los ojos para comunicárselo a tus fieles amigos - embebidos en la lectura o en la solución de algún problema - te avergonzabas de tu debilidad. Recordabas que los pensamientos que te abordaban eran semejantes a otros que pasaron por tu mente en momentos no menos difíciles y que rechazaste a tiempo.

Había que olvidarse inmediatamente de las dificultades, del hambre, cerrar los ojos o hacer algo parecido a lo que hacía José Jerez, físicamente más débil que los demás, que cogía uno de los dos enormes tomos del Quijote ilustrado por Doré - que alguien nos había regalado y siempre estaban sobre la mesa de nuestra habitación - abría cualquier capítulo y comenzaba a leer. Al poco tiempo ya sonreía o incluso reía a carcajadas y, transcurrido un breve tiempo - cascando girasoles tostados - proseguía los estudios como si nada hubiese ocurrido.

Pueda ser que hoy día a alguien le parezca inverosímil que en las condiciones en las que nosotros vivíamos se pudiesen asimilar los estudios de las ecuaciones de tercer grado, de las funciones trigonométricas y los principios de los fenómenos electromagnéticos de la física. Los cuatro miembros de aquel grupo que todavía vivimos - y que hoy nos encontramos esparcidos por España, Cuba y Rusia - sabemos muy bien lo que nos costó lograr aquel objetivo. Pero - como ya dije - vencimos.

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