A mis queridos padres, condenados por el loco siglo en el que vivieron a una larga y triste separación

Mi emigración en la Unión Soviética concluyó en septiembre de 1992.

Fue una emigración de 54 primaveras de optimismo y 54 otoños de incertidumbres, y otros tantos veranos e inviernos en los que los bienestares se sustituían frecuentemente por inquietudes espirituales.

Mi padre me envió a finales de 1938 allí con mis dos hermanos. Formábamos parte de una de las últimas expediciones de niños que, evacuados de España, salíamos para otros países. Yo entonces acababa de cumplir trece años.

Regresé a España cuando iba a cumplir los sesenta y siete, siendo padre de dos hijos y abuelo de cinco nietos, todos ellos nacidos en Rusia.

Cada uno de los "niños españoles de la guerra" teníamos padres, escuetas biografías, un YO propio. Nuestras vidas, como la de los demás ciudadanos soviéticos, transcurrieron por distintos derroteros, que no siempre coincidían con nuestros anhelos o deseos. En nuestra emigración surgían familias, bienestares y tragedias que obligaban a cada uno de nosotros a tomar decisiones individuales en los momentos críticos de la vida...

Se han escrito ya muchos artículos y libros dedicados a la vida de los "niños de la guerra", al estudio de lo ocurrido en aquel entonces y en los años posteriores. Muchos de mis compañeros, en distintas ocasiones, han ofrecido y publicado sus testimonios y opiniones al respecto. Otros de ellos jamás podrán narrar los recuerdos de su vida en la Unión Soviética por haber perecido, siendo adolescentes, en los frentes de batalla contra la Alemania nazi, o por haber fallecido achacados por los años. Algunos, con el tiempo, también escribirán interesantes memorias, pues su emigración todavía no ha concluido.

De ninguna forma considero que este libro es una conclusión de mi vida: espero tener aún por delante algunos años de actividad humana en España, que jamás olvidamos en las largas décadas de nuestra vida en Rusia. Creo que todavía me necesitan mis hijos y nietos, cuyas jóvenes vidas están arraigando en la tierra española a la que - siguiendo el ejemplo de sus padres - aprendieron a querer desde su infancia...

Cuando, en los felices momentos de las fiestas familiares, observo nuestra "tribu" pienso que, indudablemente, para algunos somos "extravagantes": recordamos en ruso, hablamos entre nosotros en español y nos inquietamos ante las últimas noticias que, a través de los periódicos, de la televisión o de las cartas, nos llegan de allí, de Rusia... ¿Quiénes somos en realidad?

Súbitamente recuerdo el Centro Español en el Moscú cubierto de nieve, o su homólogo en La Habana: allí late el pulso español, allí viven con España y con los problemas de ésta en el corazón... Entonces ¿quiénes somos? ¿Unos pobres "dúplices" emigrados de España y de Rusia?

Creo que no. Considero que las personas semejantes a nosotros - cuyo número en el difícil siglo XX fue cada vez mayor - son una nueva versión de un viejo fenómeno. La Gran Migración de los pueblos concluyó hace mucho tiempo, pero también hace mucho tiempo que comenzó - y jamás cesará - el gran acaecimiento de la mezcla de razas y sangres, de las culturas y costumbres. Efectivamente: observando a los españoles en Cuba comprendí cuán hermoso es querer a su pequeña y maravillosa isla y ser fiel a la lejana Madre-Patria.

Igual que nosotros, que somos españoles pero también somos rusos. Y digo "nosotros" porque por las venas de nuestros hijos y nietos también circula una divina mezcla de estas dos grandes sangres.

Procuré tratar lo menos posible de política en el libro, pero sin caer en la trampa de escribir del pasado basándose en la información de que hoy disponemos y que entonces desconocíamos. Pienso que vivimos a pesar de la política - y no gracias a ella. Demasiado tiempo nos atormentaron las dictaduras gubernamentales, separándonos de todo el mundo con telones de acero...

El escritor ruso Yuri Trífonov dice en su narración documental "El resplandor de la hoguera":

El resplandor de la historia se percibe en cada ser humano. A unos los quema con su luz ardiente e implacable; en otros apenas es apreciable, casi no alienta, pero existe en todos. La historia arde como una hoguera colosal y cada uno de nosotros echa en ella su ramaje seco.

En este libro, con la inexperiencia propia de un novato literario, he intentado recordar algunos de aquellos modestos ramajes que los "niños españoles de la guerra" residentes en la Unión Soviética echamos en la colosal hoguera de la Historia del siglo XX, seguros siempre de que el resplandor que sus ramas desprendieran se vislumbraría en nuestra añorada España.

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